- EL DERECHO A SER FELIZ -
(Para ellos dos)
Su mirada coincidió
unos instantes en aquella cafetería de la calle O´Donnell. En la calle llovía,
hacía frío, sin embargo no había sido casual su entrada en el local: sus
cruasanes a la plancha eran su merienda favorita en las tardes sosas del
invierno y aquella cafetería los preparaba exquisitos e inigualables. No iba
buscando nada, ni siquiera esa mirada fugaz, propia de tímido, que sintió de
perfil y que le hizo volver los ojos al extremo de la barra. Estaba con el
pedazo de cruasán colgando del tenedor mientras le miraba con una atención que
iba más allá de la curiosidad; le observaba, en aquellos pocos segundos
eternos, con el reconocimiento que el instinto otorga al encuentro de un alma
gemela.
Detuvo la limpieza del
cristal de la mesita para paladear el recuerdo pausadamente, cerrando los ojos
para ver con nitidez el momento. Su memoria se envolvía con los cánticos de los
niños de San Ildefonso que salían del aparato de radio nombrando los números
que arrojaba el bombo en el día del sorteo extraordinario de Navidad. Le
resultaba agradable que su evocación se adornara con aquella melodía de la
suerte. El azar iba y venía, zigzagueaba, subía y bajaba, y aquella tarde en su
cafetería preferida de la calle O´Donnell se había puesto de su lado. Se
enamoraron de sopetón, sin anestesia, aún antes de cruzarse sus miradas, acaso
cuando decidieron compartir la soledad de una tarde aburrida de invierno al
socaire del barullo de cientos de meriendas y murmullos ajenos y, sin embargo,
tan de abrigo. Más de cincuenta años sin amor, o con amor ocasional, pagado la
mayoría de las veces, era una carga que le iba transformando en una especie de
anacoreta que contemplaba su existencia plana dentro de una inapetente
cotidianeidad. Escondiendo su inclinación, dudando de ella en lo más profundo
de su aislamiento, callando lo que sólo pronunciaba a espectros en las tardes
de sábado escuchando boleros o canciones de los Beatles, ahora todo descansaba
en el espacioso cajón del olvido. Era tan rabiosamente feliz que el mundo se le
antojaba tan dilatado como un renacido adolescente. En ocasiones, como le
ocurrió en ese mismo momento, arrodillado frente a la mesita con la gamuza en
una de sus manos, se le escurrían unas traicioneras lágrimas que terminaban en
una risa convulsa, plena.
Sonó el timbre del
horno y, mientras se dirigía a la cocina, los niños de San Ildefonso cantaron
un cuarto premio. Una bocanada de vapor le hizo aspirar voluptuosamente las
delicias del besugo.
Retíralo del horno y rocíalo con un
poco de vinagre.
Pela los dientes de ajo,
córtalos en láminas y dóralos en una sartén con aceite teniendo cuidado para
que no se quemen. Trocea la guindilla e incorpórala. Añade un
poco de perejil picado. Riega el besugo asado con el refrito y sirve.
Leyó con atención del libro abierto sobre la encimera. Consultó el reloj de
la cocina y decidió cerrar la puerta del horno y esperar un poco hasta que
llegase él para terminar el besugo.
Se vistió con la camisa de cuadros granates que él le había regalado y por
encima se echó una chaqueta ligera de lana. Se puso colonia por toda la calva
y, luego, se masajeó el rostro con una crema hidratante intensiva de textura
lechosa.
No era la primera vez que comían juntos en su casa, pero sí que se
inauguraba una nueva etapa en su relación: el cercano y próximo año convivirían
en esa misma casa y participarían de su amor a las familias de ambos. Esa era la
principal razón de la comida y aunque ni uno ni otro habían querido dar
solemnidad a la ocasión, a los dos les recorría una excitación que
intercambiaron por medio de wasaps y llamadas a deshora.
Lo cierto, como pensó frente al espejo mientras se recortaba los pelos de
la nariz con esa maquinilla que había comprado en teletienda, es que les
importaba un bledo cómo tomaran su relación los familiares; su cometido era
serles francos y el de ellos ser comprensivos. El amor, "ese célebre
informal" como decía Benedetti, no distingue entre penes y vaginas, es tan
amplio como angosta la moralidad que sólo lo concibe heterosexual.
Dio un vistazo al salón. Se acercó al jarrón de margaritas blancas, que
compró el día anterior en un vivero, las enderezó y las colocó junto a la
litografía de Sorolla. Desconectó la radio, cogió un cd y lo introdujo
maquinalmente en el equipo estereofónico. Al escucharse los primeros acordes de
"Come together", pulsó una tecla y sonó "Something" al
instante. Se abrazó y se puso a bailar con los ojos cerrados.
No había terminado la canción cuando un timbrazo, repetido en tres
ocasiones, le hizo acudir presuroso a la puerta y abandonar su baile. Era él,
sonriente, real más allá de su incipiente barriga. Sin cerrar todavía la puerta
se besaron sin usura los dos hombres. Solos y únicos. La mirilla de Pepita
Monedero, su vecina de enfrente, permaneció ojiplática, huérfana en su pasmo,
pero ya les importaba un rábano.
Os deseo un buen año 2015, queridos lectores.
23 Diciembre 2014.
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Así puede comenzar una gran historia de amor desde la franqueza y la indiferencia de lo que piensen los demás.
ResponderEliminarGran relato, ehorabuena¡
Besos fuertes,
tRamos