EN LAS
ORILLAS DE LAS CÁRCAVAS
Poco me hizo falta para el viaje,
además el empeño me urgía, aconsejándome escamotear despedidas que me abocaran
a un inevitable discurso.
Todo debía ser escueto, espartano.
Mis discípulos, ocho calaveras que
lustré con sebo de caballo, cupieron en una saca, donde añadí varios mendrugos
de pan, una botella de agua, unos libros y mis manuscritos. Un perro triste y
huesudo, que acudía diariamente a que le diera las sobras de mi comida, se unió
al sequito.
Preferí la noche.
Preferí el invierno.
Preferí el soplo del destino, o lo
que tomé por tal.
Con la cita del crepúsculo, el
perro se puso a olisquear entre la basura de un descampado en el que corrían
riachuelos producidos por las lluvias de días anteriores.
Comprendí que aquel era el sitio.
Los montones de escombro hacían
escarpado el terreno,
la basura, como el manto de una
improvisada primavera, florecía los valles,
los arroyos zigzagueaban, entre
maleza y bolsas negras anudadas, hasta perderse al final de un declive que se
estrellaba entre una fortaleza de juncos de amarillentas extremidades.
Algunas ratas viejas y dos o tres
perros, muy molestos con nuestra presencia, parecían ser la única vida que
contemplaba nuestro asentamiento.
Más adelante, en verano, dando
sepultura a mis manuscritos, vi pequeños sapos que se enterraban en la cama de
los secos canalillos detrás de profundas humedades.
Hice un tendido de plástico,
dispuse las calaveras en fila,
mirando sus cuencas vacías
hacia la grandeza que limitaban los
macizos de escombros
y me dediqué a esperar.
Dedicaba mi paciencia a recitar
versos de Poe, Rimbaud, Benedetti, Panero, Hierro, De Ory, Gil de Biedma.......
por el día; y musitaba, con mi perro acurrucado en mis rodillas, en las
primeras horas de la noche invernal, al calor de un cubo de lumbre, los poemas
que escribí antes de mi viaje.
Apenas comía,
bebía agua sucia de los arroyuelos,
y no escuchaba nada.
Olvidé mis pastillas,
mis camisetas y mis vaqueros,
las explicaciones que debemos,
las razones por las qué,
olvidé mi aseo,
los dolores me asediaron, pero no
quise escucharles,
me olvidé en parte de mí.
Mucho tenía que importarme antes
para sentirme tan ligero.
Tuvimos un invierno aguanoso que
aunque me resultó molesto para la subsistencia, lo recibí con la alegría de los
comienzos y el misterio de la novedad. Me sentía fuerte y con unas ganas
inusitadas de escribir, pero apenas escribí una línea.
Hablaba de mis poemas antiguos con
una garra que me sorprendía.
Mis calaveras me escrutaban, y
supongo que hasta asentían, intimidadas por la fogosidad de mis palabras.
A veces, elevaba la voz y escuchaba
un batir de alas de palomas y grajos que me resultó acogedor.
Picoteaban la basura una y otra
vez, parecían no hartarse de ingerir mierda. Cuando espantaba su picoteo con mi
voz, hubo algún grajo que se posó en el montón de escombro trasero de mi choza
y me dedicó un graznido de reprobación.
Me hacían sonreír.
Por primavera vi los primeros seres
humanos desde mi llegada.
Dos niños de raza gitana que
hurgaban en la basura.
Oscuros más que su piel
se afanaban sobre cualquier
hallazgo
que paseaban en bolsas de colores.
Su risa no era espontánea: era un
esfuerzo
que se inclinaba hacia un lado por entre el matojo de sus pelambreras.
No se asemejaban a otros niños,
excepto su mirada curiosa cuando
vieron mis largas barbas y mi delgadez.
Me miraron, se miraron y siguieron
a lo suyo.
Yo nunca les molestaba: observaba
su trajín cotidiano desde la distancia, sentado en la orilla de un arroyuelo.
Un día llegó con ellos un hombre
adulto; llevaba un sombrero negro y un bastón fino acabado, en su empuñadura,
con unos flecos de colores. Le saludé desde mi puesto. El hombre comenzó a
lanzarme improperios y a amenazarme esgrimiendo el bastón. Quise calmarle con
mis manos, pero eso le encolerizó aún más.
Desaparecí al final de la
pendiente, entre los juncos
que gemían a mis pies
su último aliento.
Los riachuelos se estaban secando
con el avance estacional
y los dependientes de su sangre
comenzábamos a padecer
su agonía.
En uno de esos días, mi perro se
marchó. Se cansó del avance de las privaciones y abandonó el descampado cuando
yo dormía. Comprendí que este viaje era sólo para mí, pues yo lo había
iniciado, había encontrado el lugar convenido por la casualidad y debía esperar
a que finalizase.
Porque no hay más,
sólo lo que quieras creerte
que anide en lo alto de la roca que
prefieras
o que desees desvelarte bordando
la alfombra que pisen los otros
para poner tu cuño en una esquina.
El verano fue peor de lo que
esperaba. Lo desértico iba cercándome. Las ratas, multitud ingente por todos
lados, me royeron, hasta la carne, las uñas de los pies y de las manos cuando,
exhausto, dormitaba.
Fue entonces, tras el primer vómito
de sangre, cuando decidí escribir este poema.
Todavía no pensé que fuera de los
últimos.
Tenía la certidumbre de que el
sobreesfuerzo me iba a impedir escribir como hasta entonces, pero la prisa no
montó en mi viaje.
Medité que, quizás, podría
extenderme más.
Como un legado al vacío.
Como un montón de estupideces
solamente aptas para estúpidos.
Como un avance de la sinrazón.
Como la explicación de lo
inexplicable donde intentan aferrarse los ahogados.
Un derrumbe de escombros sepultó
mis calaveras.
Me salvé por mi paseo diario hasta
los juncos, cada día más lejano.
Nada se veía de mis discípulos
enterrados,
con su mueca escéptica
volvieron a morir
por la causa imbécil
de seguirme.
Su educado silencio
siempre lo tuve por admirable
e intente arrastrarme a él,
pero fracasé
porque no sabía que decir
silenciosamente.
Mis versos me perdían,
y tan sólo entonces, llevando en
vilo a mi cuerpo,
lo que desmerece,
lograba callar
y seguir mintiéndome
para que otros me lean.
Dudé entre los juncos de
extremidades cada vez más amarillentas o el cauce seco de los canalillos.
Mis manuscritos los sepultaría en
la sequedad de las cárcavas, me dije gritándolo, sorprendiéndome de que mi
pecho fatigoso pudiera albergar sonido alguno que no fuera el estertor. Estaba
decidido. Tal vez otro otoño o invierno aguanoso lo guiara a los juncos y hasta
puede que más allá. ¿Pero es que había un más allá de los juncos?
Cuando defequé sangre en riada,
enterré todos aprisa; la debilidad hizo de ello una tarea ardua y penosa. En el
fin, atardecía; el vapor del calor oscilaba las cimas de las montañas de
escombro y tensaba las bolsas negras anudadas muy despacio.
Me senté a la orilla de una cárcava
e improvisé los últimos versos.
Nadie podía escucharlos, ni
siquiera yo mismo.
Kabalcanty©2010
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