(II)
El viento frío discurría por la
galería manchando el filo de los ladrillos de rutilante blancura. El resonar de
las cadenas sobre el cemento era una explosión de susurros que nos vivía. Los
más indómitos teníamos las cadenas más cortas desde la argolla que las sujetaba
a la pared. Ocasionalmente disfrutábamos de felicidad, recibiéndola medio
amodorrados, ebrios de su tatuaje, cuando el sol nos lamía la piel en las
quince o veinte jornadas que duraba su fiereza. Nos tumbábamos en fila a lo
largo del pasillo de la galería y su calor nos traía un vago estertor que nos
recorría de pies a cuello y se difuminaba en la cabeza. Luego, como decíamos sin
decirnos, evitándonos los ojos, comenzaba un nuevo año. Se decía que algunos a
escondidas, yo nunca fui testigo, los poseedores de las cadenas más largas,
justo en esos días de luminosidad, se rozaban los labios y se pasaban la lengua
varias veces por ellos para beberse muy adentro esa sensación y que se les
adentrara en la cabeza para que, atesorándolo en lo recóndito, rutilara un
recuerdo. Ni lo experimenté ni lo vi. Simplemente un día nos desencadenaron,
posiblemente esa jornada en la que creí que ya no podía resistir más, apenas lo
recuerdo bien, y me depositaron en una estancia blanquísima donde otros muchos,
absurdamente clónicos, llorábamos con la cadena rota oscilando en nuestro
ombligo.
Kabalcanty©2012
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