Con las primeras luces, vi el amasijo de
cuerpos ensangrentados que se amontonaban anárquicamente por acera y calzada.
Escupí un liquido negruzco, no sé si parte de mis pulmones o motivado por el
aire infecto estancado sobre la ciudad, antes de registrar varios cuerpos hasta
dar con el paquete de cigarrillos ansiado. Prendí el pitillo con el chisquero y
exhalé un humareda pardusca que pronto se confundió con el vapor mortífero y
pegajoso a modo de niebla. Recordé que era verano, el mes de Julio para ser más
preciso, y que entonces deberíamos andar en camiseta disfrutando de cualquier
refresco al cobijo de una sombra acogedora. Fue entonces cuando vi venir al
niño, lloroso, desharrapado, temblándole en la mano una vieja pistola con la
que apuntaba. Yo estaba sentado, incómodamente, sobre el esqueleto de una
antena parabólica, fumando, y él me enfilaba sollozando, desasistido
irremediablemente, encañonándome cada vez más cercano.
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