EL PESO MUERTO
Jugueteando
con el ordenador,
siento
que mis espaldas ceden
con
la mirada de mi hijo.
Espía
la aduana de mi calva,
mi
cuello largo y sudoroso,
mis
hombros desvencijados
que
yergo para protegerme.
No
deseo transparentar mi derrota
y
le distraigo con una broma,
pronta,
tópica y manoseada,
que
él acoge sonriente
en
un esfuerzo de sensibilidad.
Me
muevo lo justo al teclear,
no
sea que la espora,
dueña
de mi aire trasnochado,
deje
entrever su cola
y
le siembre de interrogantes
que
entrecrucen su ceño;
que
no me atisbe zigzaguear
reclamando
el oxigeno
que
me gana, la maldita.
Pido
que me vea como siempre,
sin
sospechar de mi flaqueza,
erguido
sobre mis piernas
y
caminando sin vacilar
sobre
el liquen del precipicio.
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