lunes, 6 de febrero de 2012

UN OFICIO: ESCRIBIR


- UN OFICIO: ESCRIBIR -

                                            "No hay absolutamente nadie que haga
                                             un sacrificio sin esperar compensación.
                                             Todo es cuestión de mercado."                         
                                                           (Cesare  Pavese)                     
                                                                                     



Soy el desempleado 3,127.527. Cuando me colocaron esta divisa, de la que apenas noté el pinchazo en un principio y posteriormente supe de sus efectos secundarios, llevaba seis meses estrenados los cincuenta años. Me parecía inaudito haber llegado a esa edad, máxime cuando soy uno de esos tipos que jamás pisó un gimnasio, ni se precipitó en dietas, y para colmo ingiero cerveza como si fuera néctar espumoso y único contenido en el santo grial. Lo concreto es que a mis cincuenta años y medio me veía engrosando la lista de parados, lo cual comprendí que poco tiene que ver con una vida saludable o disoluta. A priori no me creí mi nueva situación, pensé en unas vacaciones extras y secretas, merecidas después de trabajar desde los dieciséis años ininterrumpidamente, una especie de cámara oculta que, en cualquier momento, alborotaría mi desocupación en un plató televisivo cualquiera para llenarme de serpentinas gritándome el público: "inocente, inocente". Pero no se trataba de eso, amigos, no. Pasaban los meses sin que se desvelara la cámara oculta y, por el contrario, fehacientemente mi cuenta bancaria cada vez dejaba a mi familia y a mí con el culo al aire. Me puse manos a la obra, entre unos primeros síntomas de ansiedad que presagiaba el efecto secundario del implante de la divisa, y me dediqué a entregar en mano y por vía Internet mi currículo a diestro y a siniestro. Esta actividad febril, rozando la esquizofrenia, me entretuvo más de medio año, mas un buen día percibí, tras el circunloquio de un responsable de Recursos Humanos en una entrevista laboral, que se me consideraba un anciano para el mercado laboral contemporáneo. Fumaba, si; estaba operado de una hernia discal L5 S1, si, pero, pero, bueno cumplía sexualmente con mi mujer todos los sábados y el abono transporte me costaba los mismos euros que a un joven trabajador activo. Consulté a un amigo de un amigo que era psicólogo, especializado en lo laboral, que es una opción siempre muy recurrente, y me dijo que "que el tejido social se había tensado de tal manera que la oferta laboral poco cualificada, a partir de la cincuentena o aledaños, pasaba únicamente por el tamiz del reciclaje oportuno y efectivo". Sinceramente supuse que quería espurrearme lo antes posible, pues la consulta, a precio de amigo de amigo, o sea una tercera parte menos costosa, duró menos de diez minutos. Un poco despistado y desconfiando cada vez más de mi cuerpo, acudí a la brujería más a mano. Me desplacé hasta la casa de una gitana, que me recomendó un amigo que trabajaba en La Bolsa, para que me leyera la mano y me sacara de incertidumbres. Pagué veinte euros antes de pasar a la trastienda donde se encontraba la anciana hechicera. Me escudriñó tres o cuatro veces la mano, pasando su renegrido dedo índice por mi palma, y me miró a los ojos. Luego, suspiró, bajó la mirada, y me dijo que nunca habría de faltarme dinero, ni salud. Obviamente le pregunté por la cantidad mensual de dinero que nunca habría de faltarme, a ver si me apañaba. Y ella me respondió, ligeramente airada, que lo escrito en las manos es como un cheque sin rellenar. Entonces entraron a la habitación sus dos sobrinos, altos, jóvenes y malencarados, y me recordaron que la sesión había terminado. Acudí a otro gurú,  este más cercano a la maquinaria del Estado, el técnico de empleo. Me aconsejó, tras hojear mi vida laboral y mi currículo, que me reciclara (recordé al psicólogo con cierto recelo) con cursos que acercarán mis expectativas laborales a las necesidades autenticas de la empresa moderna. En fin, como los cursos eran gratuitos, me dejé llevar. Hice tres cursos que calificó el técnico de empleo como "punteros y con chance" : "Calibrador de mondas de patatas", muy importante en el mundo del reciclaje; "Celador para enfermos terminales", determinante a la hora de avisar a la enfermera de turno sobre un fallecimiento y su posterior traslado a la morgue; y "Limpiador especialista a cuatro alturas", obvio para que la vida fuese más transparente. En otros tantos meses (perdí la cuenta) pude comprobar que tampoco resultaban los cursos, las bolsas de empleo contemplaban mi currículo, aún florecido con mis nuevos y ensalzados conocimientos, con una brevedad vertiginosa que mareaba.
Dicen que lo endémico llega a hacer callo, como los que te salen en las manos, que no en los pies, más molestos y dolorosos, y que se intima con el callo de tal manera que llegas a perder el norte sin saber si la dureza está en un lugar concreto o te cubre todo el cuerpo. Algo así debió pasarme, pues los días pasaban y pasaban  y yo seguía tan quieto, y cada vez más pétreo, como hacía ya más de dos años. En los primeros días de primavera tuve la certeza de que alguna de mis extremidades iba a echar flores y me asusté, carajo. Tras una pesadilla, en la que me veía florecer dentro de un enorme tiesto, muy quieto y aburrido, me envalentoné, empapado en sudor por la concentración del sueño, y me levanté de la cama con una determinación. Cuando se lo comuniqué a mi mujer, tras el desayuno, mientras nos fumábamos un cigarrillo, sin mirarme se levantó de la silla y de un portazo salió de nuestra casa despotricando que me siguiera ablandando el cerebro con cerveza barata; que ella se iba a la calle a buscar trabajo realmente. ¿Realmente?, sopesé unos segundos la palabra pensativo y, a la postre, perplejo. En realidad, yo no había dejado de escribir, aún en ese lapso de despiste, desde que había trazado con el bolígrafo "Soy el desempleado 3,127.527" sobre la hoja en blanco, y por qué no, me dije en la cama tras mi florida experiencia onírica, bien podía servirme todo este montón de palabras para que alguien me diera unos euros para un par de compras en el hipermercado. Lo mismo después, como le dije a mi mujer mientras fumábamos, se me ocurre algo qué contar para el resto del mes.











(Kabalcanty. 2012)

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