lunes, 11 de junio de 2012

EN LA ORILLA DE LAS CÁRCAVAS




EN LAS ORILLAS DE LAS CÁRCAVAS



Poco me hizo falta para el viaje, además el empeño me urgía, aconsejándome escamotear despedidas que me abocaran a un inevitable discurso.
Todo debía ser escueto, espartano.
Mis discípulos, ocho calaveras que lustré con sebo de caballo, cupieron en una saca, donde añadí varios mendrugos de pan, una botella de agua, unos libros y mis manuscritos. Un perro triste y huesudo, que acudía diariamente a que le diera las sobras de mi comida, se unió al sequito.
Preferí la noche.
Preferí el invierno.
Preferí el soplo del destino, o lo que tomé por tal.
Con la cita del crepúsculo, el perro se puso a olisquear entre la basura de un descampado en el que corrían riachuelos producidos por las lluvias de días anteriores.
Comprendí que aquel era el sitio.
Los montones de escombro hacían escarpado el terreno,
la basura, como el manto de una improvisada primavera, florecía los valles,
los arroyos zigzagueaban, entre maleza y bolsas negras anudadas, hasta perderse al final de un declive que se estrellaba entre una fortaleza de juncos de amarillentas extremidades.
Algunas ratas viejas y dos o tres perros, muy molestos con nuestra presencia, parecían ser la única vida que contemplaba nuestro asentamiento.
Más adelante, en verano, dando sepultura a mis manuscritos, vi pequeños sapos que se enterraban en la cama de los secos canalillos detrás de profundas humedades.
Hice un tendido de plástico, dispuse las calaveras en fila,
mirando sus cuencas vacías
hacia la grandeza que limitaban los macizos de escombros
y me dediqué a esperar.
Dedicaba mi paciencia a recitar versos de Poe, Rimbaud, Benedetti, Panero, Hierro, De Ory, Gil de Biedma....... por el día; y musitaba, con mi perro acurrucado en mis rodillas, en las primeras horas de la noche invernal, al calor de un cubo de lumbre, los poemas que escribí antes de mi viaje.
Apenas comía,
bebía agua sucia de los arroyuelos,
y no escuchaba nada.
Olvidé mis pastillas,
mis camisetas y mis vaqueros,
las explicaciones que debemos,
las razones por las qué,
olvidé mi aseo,
los dolores me asediaron, pero no quise escucharles,
me olvidé en parte de mí.
Mucho tenía que importarme antes
para sentirme tan ligero.
Tuvimos un invierno aguanoso que aunque me resultó molesto para la subsistencia, lo recibí con la alegría de los comienzos y el misterio de la novedad. Me sentía fuerte y con unas ganas inusitadas de escribir, pero apenas escribí una línea.
Hablaba de mis poemas antiguos con una garra que me sorprendía.
Mis calaveras me escrutaban, y supongo que hasta asentían, intimidadas por la fogosidad de mis palabras.
A veces, elevaba la voz y escuchaba un batir de alas de palomas y grajos que me resultó acogedor.
Picoteaban la basura una y otra vez, parecían no hartarse de ingerir mierda. Cuando espantaba su picoteo con mi voz, hubo algún grajo que se posó en el montón de escombro trasero de mi choza y me dedicó un graznido de reprobación.
Me hacían sonreir.
Por primavera vi los primeros seres humanos desde mi llegada.
Dos niños de raza gitana que hurgaban en la basura.
Oscuros más que su piel
se afanaban sobre cualquier hallazgo
que paseaban en bolsas de colores.
Su risa no era espontánea: era un esfuerzo
que se inclinaba hacia un lado  por entre el matojo de sus pelambreras.
No se asemejaban a otros niños,
excepto su mirada curiosa cuando vieron mis largas barbas y mi delgadez.
Me miraron, se miraron y siguieron a lo suyo.
Yo nunca les molestaba: observaba su trajín cotidiano desde la distancia, sentado en la orilla de un arroyuelo.
Un día llegó con ellos un hombre adulto; llevaba un sombrero negro y un bastón fino acabado, en su empuñadura, con unos flecos de colores. Le saludé desde mi puesto. El hombre comenzó a lanzarme improperios y a amenazarme esgrimiendo el bastón. Quise calmarle con mis manos, pero eso le encolerizó aún más.
Desaparecí al final de la pendiente, entre los juncos
que gemían a mis pies
su último aliento.
Los riachuelos se estaban secando
con el avance estacional
y los dependientes de su sangre
comenzábamos a padecer
su agonía.
En uno de esos días, mi perro se marchó. Se cansó del avance de las privaciones y abandonó el descampado cuando yo dormía. Comprendí que este viaje era sólo para mí, pues yo lo había iniciado, había encontrado el lugar convenido por la casualidad y debía esperar a que finalizase.
Porque no hay más,
sólo lo que quieras creerte
que anide en lo alto de la roca que prefieras
o que desees desvelarte bordando
la alfombra que pisen los otros
para poner tu cuño en una esquina.
El verano fue peor de lo que esperaba. Lo desértico iba cercándome. Las ratas, multitud ingente por todos lados, me royeron, hasta la carne, las uñas de los pies y de las manos cuando, exhausto, dormitaba.
Fue entonces, tras el primer vómito de sangre, cuando decidí escribir este poema.
Todavía no pensé que fuera de los últimos.
Tenía la certidumbre de que el sobreesfuerzo me iba a impedir escribir como hasta entonces, pero la prisa no montó en mi viaje.
Medité que, quizás, podría extenderme más.
Como un legado al vacío.
Como un montón de estupideces solamente aptas para estúpidos.
Como un avance de la sinrazón.
Como la explicación de lo inexplicable donde intentan aferrarse los ahogados.
Un derrumbe de escombros sepultó mis calaveras.




Me salvé por mi paseo diario hasta los juncos, cada día más lejano.
Nada se veía de mis discípulos enterrados,
con su mueca escéptica
volvieron a morir
por la causa imbécil
de seguirme.
Su educado silencio
siempre lo tuve por admirable
e intente arrastrarme a él,
pero fracasé
porque no sabía que decir silenciosamente.
Mis versos me perdían,
y tan sólo entonces, llevando en vilo a mi cuerpo,
lo que desmerece,
lograba callar
y seguir mintiéndome
para que otros me lean.
Dudé entre los juncos de extremidades cada vez más amarillentas o el cauce seco de los canalillos.
Mis manuscritos los sepultaría en la sequedad de las cárcavas, me dije gritándolo, sorprendiéndome de que mi pecho fatigoso pudiera albergar sonido alguno que no fuera el estertor. Estaba decidido. Tal vez otro otoño o invierno aguanoso lo guiara a los juncos y hasta puede que más allá. ¿Pero es que había un más allá de los juncos?
Cuando defequé sangre en riada, enterré todos aprisa; la debilidad hizo de ello una tarea ardua y penosa. En el fin, atardecía; el vapor del calor oscilaba las cimas de las montañas de escombro y tensaba las bolsas negras anudadas muy despacio.
Me senté a la orilla de una cárcava e improvisé los últimos versos.
Nadie podía escucharlos, ni siquiera yo mismo.

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