viernes, 11 de noviembre de 2011

EL BESO COLOR OCRE


- EL BESO COLOR OCRE-


Aterrado, había visto un par de veces merodear, alrededor de mi cama, a esa mezcolanza informe que parecía suspirar con un lastimero estertor. Como en una letanía penitente, rondaba de noche hasta las postrimerías de las sombras; luego regresaba al lienzo y volvía a solidificarse en la abstracción que plasmó el artista. Un día de esa misma semana, llené un cubo de disolvente y esperé impaciente la noche. Fumé lo indecible, y según caían las horas, me empapé en botella y media de ginebra con el fin de enfrentarme al pánico ineludible que supuraría el estático óleo diurno. Con las luces apagadas, sentado en la silla de tijera que escudriñaba la pintura de perfil, esperé el momento, trémulas mis manos sobre el asa del cubo. El óleo comenzó a gotear sobre el suelo a las dos menos veinte de la madrugada. Lento al principio, tomó ritmo hasta que la montonera de colores se movió, reptando al inicio y deslizándose después, cuando la amalgama había dejado el lienzo en blanco. Cuando no pude resistir más el ahogo, salté de la silla para rociar con el contenido del cubo al emplasto quejoso. El sudor de mi miedo, el fuerte olor del disolvente, el murmullo ininteligible de una pena remota, confluyeron con el atronador chasquido que provocó mi acto. Para mi asombro, tras unos segundos de confusión, apareció ante mí la turgente imagen de una mujer desnuda. Se tapaba el sexo con sus manos a la vez que me miraba impávida, con sus labios partidos en una media sonrisa. La excitación de mi pavor se emparentó con la hinchazón que notaba en mi sexo de una manera tan imperiosa que mi única fijación eran el respingo de sus senos finiquitados en sus pezones erectos. Hacía años que no veía a una mujer desnuda, tan sugerente, tan cercana. Cuando nuestros labios se unieron, sentí una quemazón que debió desvanecerme. Más tarde, cuando desperté enroscado a su cintura, confundido en color ocre, ella ocultaba mis manos tras sus caderas, mientras una veintena de ciudadanos nipones nos observaban minuciosamente en una gran sala iluminada.

- Quietos y juntos, amor, para siempre.

Susurraba ella, lastimosamente, en mi oído.

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