viernes, 11 de noviembre de 2011

HALLOWEEN


- HALLOWEEN -


Era puro despilfarro poder andar por la calle sin llamar la atención. Mayoritariamente, al agrado de la moda, todos iban ataviados de zombies o de vampiros, haciendo aspavientos copiados de las películas del genero y gritando enloquecidamente. Era su día, irrefutablemente. Podía despojarse de su cotidiana bufanda y de su sombrero bien calado y mostrar su faz y su palidez de claustro. En el transcurso de esa noche dejaba de lado los insufribles veranos, tan atrapado en sus ropas, cuando iba al supermercado sobre las tres de la tarde, hora baja de venta, con el cuchillo del apresuramiento por volver cuanto antes a las cuatro paredes de su casa. Los inviernos tampoco distaban mucho pero, por lo menos, el sudor no le agobiaba en sus salidas a por comida. En el barrio se le consideraba un solterón extraño, muy solitario siempre, pero educado y buen pagador. La gente se había acostumbrado a él y podría decirse que pasaba desapercibido. Y aunque en su fuero interno él no era feliz, esa noche de las calabazas iluminadas le cargaba las pilas en cierta forma.

Pero aquella noche se atrevió a más. Se bebió una botella entera de licor de melocotón antes de salir de casa y se envalentonó despojándose, de una vez por todas, de su retraimiento de cincuentón avanzado.

Era una discoteca para maduros, decorada para la ocasión con una tenebrosidad grotesca de muy bajo presupuesto. Se apalancó en la barra para otear el horizonte. Mediado su cubalibre de ron, se sintió más expandido que nunca, con un empuje que le rejuvenecía piernas arriba. Pronto se concentró en una jamona, vestida de novia del monstruo de Frankenstein, que agitaba sus vaporosos jirones de gasa negra dejando entrever unas varicosas ancas en el espasmo de un mambo número tal de Pérez Prado. Gritaba como abducida, distorsionando su enharinado rostro con muecas, de empeño terrorífico, que fomentaban la hilaridad del grupo cercano en la pista de baile.

Él se acercó a ella con un desparpajo impropio que realzó con sus zapatos de charol en un par de pasos rítmicos. Desenfundado de su capa en el ropero, tan sólo un fular ceniciento dejaba a la vista sus ojos enrojecidos dentro de una mirada plena. Ella le tiró una tarascada festiva, pretendiendo un gruñido, al compás del mambo que rozó los muslos de él con la solidez de sus nalgas. Se convenció que era el momento. Se desenlazó el fular y se juntó a ella con arrogancia torera. Puede que fuera un suspiro, un alarido ahogado en la garganta, una exclamación recelosa, mas el rostro picado de viruela con la sombra del antojo morado desde mitad de la nariz hasta el mentón, dejó a la jamona cincuentona presa de un ronquido asfixiante que la hincó de rodillas en mitad de la pista de baile.

Él se despejó de súbito. Con grandes zancadas alcanzó la salida, su fular, su sombrero y su capa. Regresó a su casa al resguardo de la sombra de las aceras, digiriendo la brevedad de esa noche diferente a otras diferentes. A su alrededor se escuchaban algunas risotadas de gentes joviales disfrazadas.

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