viernes, 11 de noviembre de 2011

EL GATO SEVINO Y SU ENTORNO

- EL GATO SEVINO Y SU ENTORNO -

De todos los escenarios donde corrió mi niñez, sin duda el patio de la calle Algodonales, puerta calle de casa de mis abuelos, es el lugar idóneo para relatar muchas de las correrías que surcaron aquella época. Aquel patio terroso lo circundaban unas viviendas modestas, de escasos metros cuadrados, que subían y bajaban en altura anárquicamente en función de la real gana de quien las construyó, como si estando dentro del patio, ajenas a la uniformidad de la calle, tuvieran la gracia del antojo de cada cual. Los vecinos más próximos al patio, me refiero a los que su vivienda enrasaba con él, habían tomado partes del territorio que al tiempo que lo personalizaban a su gusto , se apoderaban de impunemente de zona común aprioristicamente. Así mis abuelos habían construido un porche donde se guardaban herramientas y cachivaches inservibles y un jardín que era una amalgama de vegetación intransitable, así el tío Nino había construido un gallinero y un sui géneris trastero con todo lo que encontró en la basura del barrio de Tetuán de las Victorias, y de igual forma la señora Pilar había puesto patas arriba una enorme bañera y un arcón vacío que posiblemente le estorbaba en su casa. Pero así se aceptaba el patio, con una leve y provechosa ganancia para los que vivían más a nivel del espacioso recinto que cada vez mermaba más y más. Pero si hay unos inequívocos testigos de todo este intríngulis vecinal y de nuestros juegos pueriles son, indefectiblemente, los gatos.

Benito, mi único amigo de niñez, uno de los dos hijos de Pepita, la panadera, siempre tuvieron gato, pero el más notorio, el que estuvo más cercano a los avatares de aquellos días, fue El Moni, uno de esos mininos de rayado gríseo y pardo, denominador común de lo expósito de su linaje. Recuerdo que mi amigo lo cogía y le tomaba una pata para danzar con Moni, en la trastienda de la panadería, cantando algo así como: "Oh, petit tu est, eau de toilette, guau, guau".

Mis abuelos también tenían un gato de nombre Sevino, apodo con el que lo bautizó mi tío Jesús, ya que un día le echaron las espinas del pescado y "se vino el jodio para quedarse". Era un gato tan vulgar y plebeyo como El Moni por no decir que más. Tenía el lomo siempre sucio, podría ser que su color natal fuera negro pero jamás lo supe a ciencia cierta, y la pechera supuestamente blanca. Siempre estaba vagando por los tejados de alrededor del patio, con el grupo de semejantes que dominaban esas alturas, y sólo bajaba para comer o cuando se encontraba enfermo o lisiado por una pelea. El Moni tenía una vida más casera, aunque de vez en cuando se echaba alguna canita al aire supuestamente con ese grupo de forajidos de los tejados. A esos gatos acogidos, como era el caso del Sevino, se les trataba con cariño ocasionalmente y a patadas, escobazos y pedradas a diario. A ellos no parecía importarles en demasía, pues ante una patada o un escobazo, castigo que casi nunca se hacia efectivo dada su agilidad escurridiza, se encaramaban al tejado y miraban al agresor guiñoteando los ojos al sol con una tranquilidad pasmosa.

En el grupo de mininos que circulaban entre el techo de uralita del porche de mis abuelos, la teja plana que techaba su vivienda y la teja curva de la casa de la señora Carmen y su marido el tío Nino, nadie había sin nombre propio. La gata Negrita, El Negro, Los Hermanos Rayados, El Canela al que le costó más de una reyerta que fuera admitido en el grupo, pues era de la zona de los tejados de la Tori y Nicanor ( los que tenían una cacharrería en la calle) y los venidos de allí siempre eran mal recibidos, y por supuesto, El Sevino. Benito y yo seguíamos sus andanzas sobre todo en verano y no había día que no les dedicáramos parte de nuestro tiempo en observarles. Lo mismo ocurría con ellos que seguían nuestros juegos en el patio, con esa indolencia que les caracterizaba, y encaramados en el caballete de los tejados. Todos los vecinos les daban algo de comer con una obligación inquebrantable, puesto que en aquella mitad de la década de los sesenta las ratas y los ratones eran visitas habituales en patios y calles y tener cerca a un gato, o ganarse su cercanía ofreciéndoles alimento, era muy aconsejable.

Unas Navidades, después de haber recogido el aguinaldo cantándoles villancicos a la vecinos e innumerables clientes de la panadería, decidimos poner una parte del dinero que recaudamos e ir al mercado, a la casquería concretamente, a comprarles a los gatos del patio cordilla, una especie de trenza hecha con las tripas de la oveja o del carnero o de otro animal, que se decía como un manjar para los gatos y de un precio casi de regalo. Mucho disfrutamos lanzándoles el papelón de estraza a los tejados y mirando el festín que se dieron aquel día. Los recuerdo tumbados de medio lado al sol, relamiéndose los bigotes. Benito y yo reímos desde el puesto privilegiado de observación de la ventana alta de la escalera donde vivían la Narcisa, la Obdulia y la Zaquea.

Pero lo mismo que la niñez suele ser juego, sonrisa, dejadez, intranscendencia......., también terminan por aprenderse otras consecuencias de la vida que no son tan amables. La gata Negrita parió por el final del verano. Al principio no supimos nada, tan sólo que la gata había dejado el clan misteriosamente. Benito y yo nos temimos lo peor, ya que otras veces había pasado lo mismo con otros gatos y jamás volvimos a verlos. Sin embargo, puede que a la semana o puede que poco más apareció la Negrita más delgada y con una camada de seis o siete gatitos, unos negros y otros rayados de gris. Jugaban en los tejados constantemente, moviendo sus patitas hábilmente, con las hojas que movía el viento, con las moscas que pasaban junto a sus orejas, con los molinillos que se enredaban en su bigote. Para nosotros fue toda una fiesta, una alegría que terminaría a la mañana siguiente. Siempre éramos madrugadores para vernos en el patio y a las nueve de la mañana ya estábamos dispuestos para comenzar el juego del día. Aquel día comprobamos que el tío Nino había puesto un vetusto barreño de cinc, repleto de lañas, cerca de su gallinero. Él estaba de espaldas a nosotros con la mitad de sus brazos hundidos en el barreño y al lado de un sucio saco de yute. Nos pegamos a la pared de la casa de la señora Pilar para ver mejor lo que hacía y allí nos quedamos petrificados. Con sus pantalones de pana repletos de lamparones, su chaleco negro deslucido, su boina mugrienta y su colilla sin emboquillar colgada de sus labios, el tío Nino sacó del agua los cadáveres de dos de los gatitos, los metió en el saco y cogió de dentro otros dos pataleantes para volverlos a sumergir. La Negrita asistía al acto, con las orejas más enhiestas que nunca y sus ojos verdes de cristal por delante de su nariz, al filo de la uralita del porche de mis abuelos y sumida en la misma impotencia que nosotros. No soportamos contemplar la escena por más tiempo y nos fuimos, henchidos de rabia y con la humedad en los ojos a punto de desbordarse, hasta la fuente, el paseo callejero más largo que se nos permitía.

- ¡El cabronazo este!

Le escuché decir a Benito, conmoviéndome ese improperio que no parecía al alcance de los niños. Sin embargo, lo comprendí y ,armándome de valor, repetí el insulto solidariamente. En silencio, mientras caminábamos a lo largo de la calle Algodonales, siempre envuelta en ese olor a gallinejas y entresijos, asimilábamos que lo salvaje estaba bastante más cerca que la selva de Tarzán, los páramos del lejano oeste o en los bajeles piratas, tan a mano como en nuestro patio.

Desde ese día traté de acercarme más a Sevino, siempre arisco e intratable cuando comía. Como estaba en "adopción" con mis abuelos, era el único de toda la caterva gatuna que se atrevía a mezclarse con la gente, mientras los otros le observaban puede que con cierta envidia, aunque su impasividad dijera lo contrario. A veces se dejaba acariciar la cabeza cuando estaba tumbado al sol sobre los tarugos que servían de asiento a los vecinos, pero lo que más le gustaba era que le rascaras suavemente el pelaje a la altura de su garganta. Cerraba los ojos con deleite y diríase que se le estiraba la boca en una sonrisa voluptuosa. Me encantaba tenerle cerca para disgusto de mi abuela que siempre me gritaba: "Deja de sobarle, leche, que tiene más mierda que el rabo de una vaca". Un día dejó de venir a comer sin que el grupo de gatos viera alterado su deambular cotidiano. Benito y yo le buscamos desde todas las ventanas posibles, oteando los tejados propios y los limítrofes, pero ya nunca regresó. Una tarde me dijo mi tío Jesús, mientras daba buena cuenta a un bocadillo de chorizo, : " Eso es que la habrá espichao el pobre bicjho." Y a continuación dio un trago largo a su botellín de cerveza.

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