viernes, 11 de noviembre de 2011

UN CASTILLO KAFKIANO

UN CASTILLO KAFKIANO

No es plato de gusto verse convertido en una especie de escarabajo de la noche a la mañana. Es extraño pero puede darse el caso, máxime si el sujeto en cuestión es un tipo de pesadillas retorcidas y visiones ajenas al común de los viandantes. Todo se puede complicar, en principio, si tu padre te inculpa de la mutación reprochándote tu falta de entereza como hombre para afrontar el umbral de la madurez. "Si ni siquiera eres capaz de apechugar con el matrimonio, no puede sorprendernos ya nada", diga quizás tu padre, escudriñando la multitud de patitas que ahora forman tus extremidades. Los demás miembros de la familia callan respetando la voz del padre y otorgan, por ende, que esa condición nueva de insecto es algo tan ineludible como buscado, que la naturaleza demasiado delicada de ese hijo mayor, rara en un hombre de cumplidos los treinta años, ha engendrado en su cuerpo una diferenciación determinante. Todos le miran, ahí medio incorporado en el catre, como la consecuencia que siempre se temió. Él, por el contrario, hubiera preferido que por lo menos su madre clamara a gritos la metamorfosis, pero no pasó nada de eso.

Como la vida sigue, siempre sigue a pesar de todo, al tercer día tuvo que incorporarse al trabajo. El sudor negro, que ahora se escurría por su caparazón y se enroscaba entre los pelillos diminutos de sus patitas antes de encharcar el suelo o el lecho, apenas dejó de afluir por sus nuevos poros el día antes de incorporarse al trabajo. Sabía de sobra que su aspecto le traería malas consecuencias y no se equivocó. El guarda de seguridad que custodiaba la entrada en el Ministerio, donde había trabajado sus ocho últimos años, no le dejó pasar y llamó a su superior para aclarar aquella escaramuza deshabitual. Lógicamente el revuelo no tardó en generalizarse. Los empleados miraban por las ventanas como aquel escarabajo, vestido de traje y sosteniendo a duras penas su verticalidad con un bastón, humillaba sus ojillos hundidos indefectiblemente avergonzado. Algunos le hacían burlas desde las alturas y otros, sobre todo las mujeres, se tapaban el rostro con claros signos de repugnancia. Hasta el mismísimo señor P. ,su jefe en el departamento, se acercó personalmente a la entrada del Ministerio para encarársele. "Es realmente vergonzoso, K., que trate de presentarse usted en estas condiciones en su puesto de trabajo. Bastante es sabido (creo que hasta su excelencia nuestro Jefe de Sección es conocedor) que su falta de dedicación laboral le ha impedido acceder a la categoría superior, obvia en cualquiera de nuestra sección. Todos sabemos de sus...... bueno de sus abstracciones literarias, de sus entretenimientos escritos, que permítame que le diga, K., a nadie le parecen recomendables para labrarse un futuro, ni dentro del Ministerio ni fuera. Nos parecen los delirios de una mente enferma repleta de complejos. Y ahora nos viene usted con esta espantajada. ¡Le juro que esto no va a quedar así.", le exhortó, con los pulgares colgados de las solapas de su chaqueta y merodeando a su alrededor pero a prudencial distancia. El Ministerio, sin más dilación y como estaba previsto, le denunció. El ahora escarabajo K. tuvo que enfrentarse durante varios años, puede que tres o cuatro, a una serie de citaciones y juicios rápidos que llenaban jornadas y más jornadas a lo largo y ancho de pasillos y despachos repletos de legajos, donde siempre aparecía un funcionario que le hacía un sinfín de preguntas tras rellenar un formulario que siempre debía firmar con la huella de una de sus patitas. El abogado de oficio, al que luego renunció por considerarle demasiado lerdo y alejado de sus reivindicaciones para pasar a defenderse solo, nada más conocerle le aconsejó que añadiera a su K., incierta , sospechosa y proclive a la diferenciación, una distinción profesional que sirviera de referencia al Tribunal en el proceso. Acordaron que Agrimensor K. era una buena opción.

Como cada vez su presencia en la casa familiar era más que molesta, el extraño escarabajo Agrimensor K. se mudó a una de las rejillas de ventilación del metropolitano. Todos le vieron partir una mañana, pero disimularon espléndidamente y, en un par de horas, su cuarto era desalojado y ventilado convenientemente.

A lo largo de su tortuoso proceso, cierto día se encontró con R., la mujer con la que rompió pocos días antes de casarse. Ella, después de dar un gritito, rompió a llorar estruendosamente y tapándose el rostro. Después simplemente se fue, dejándole a él una estela de ese perfume que tan bien conocía.

Llegó el día de la sentencia y aconteció tan raudamente que el Agrimensor K. apenas tuvo tiempo de acomodarse en su banco de acusado. "Este tribunal considera culpable al acusado, instándole de inmediato a que abandone su actitud individualista, diferente y provocadora que tanto daño hace al resto de los que fueron sus semejantes". Él, sacando unas fuerzas que cada vez le eran más lejanas, apeló, sintiendo una palpitación que resonaba en eco dentro de su caparazón. "Le rogamos al acusado que las apelaciones las exponga convenientemente en El Castillo", dictó el Juez, dejando caer su mazo sobre la mesa.

Al Agrimensor K. no le quedó otra que dirigirse en tren ( en el que obviamente viajaba gratis, justo en un rincón del pasillo al resguardo del tubo de la calefacción) a la región donde se hallaba El Castillo. Era un paisaje emborronado por las cercanas minas de carbón en el que el edificio, un castillo medieval en toda regla, se erigía majestuoso en lo alto de un promontorio. Se encontró con dificultades, pues nadie en el pueblo, que rellenaba el valle neblinoso del humo de carbón, le daba razón del horario al público de El Castillo. Cuando mencionaba la fortaleza, a todos les acometía una prisa instantánea que dejaba al Agrimensor K. con la palabra en la boca. Al día siguiente, tras un ligero sueño a la entrada de la pensión, se encaminó a temprana hora a comenzar con los trámites de su apelación. Llegó al Castillo y entró sin oposición con la gran puerta de herradura abierta de par en par. Luego penetró por un pasillo largo y oscuro hasta que vio una lucecita sobre una mesa vacía en la que daba cabezadas un bedel. Con un carraspeo propio de escarabajo, despertó al bedel. Este, sin abrir los ojos, le entregó un pliego oficial, con el membrete impreso en la parte superior de la hoja. Mojando sus patitas en tinta lo rellenó y siguió por el otro pasillo, tan oscuro y largo como el primero, que le señaló el bedel al entregarle el pliego.

El Agrimensor K entró por el portón en herradura de El Castillo y jamás se supo que saliera. Dicen los lugareños que se halló un manuscrito sin concluir a la entrada de la pensión que terminaba de la siguiente manera: "......pues de otro modo la historia puede tornarse aburridísima también; también este elemento contiene. Pero intentemóslo........".

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